martes, 24 de julio de 2012

El hada verde.

En el taller del escapista, hay un hada verde. Se posa nostálgica sobre una vieja mesa de ébano y sostiene una fina cuchara de plata. Su mirada es rabiosa, con esos tintes de inocencia emputecida que guardan los dolores que se guardan dentro, que sólo ella sabe mantener en secreto. Cuando el escapista llega de su función se enreda con ella, le habla, le insulta, la golpea, le acaricia el pelo. El pelo. Que guarda celoso ligeros efluvios de hinojo y anís. Y se recrea en los ojos verdes de la puta sin poder ver nada, un doloroso vacío... el verde vacío. Y al lamer su piel el sabor de las hojas de enebro y el regaliz se aferran a su lengua, mezclados con el ajenjo y una amarga frustración. Esa sensación de saborear los olores, de guardarlos en la garganta lo ataca, lo angustia. La necesidad lo angustia. La lengua de azúcar lo asusta y desespera. Y el dolor lo devora. Cae de espaldas en el suelo, aturdido y sudoroso porque le pareció ver momentáneamente, en los ojos vácuos de su verde compañera, en el resplandor de la plata; su propio rostro desencajado.
El escapista, experto en desvanecerse en una nada, se recrea corpóreamente en el sopor mientras viaja con su hada, agarrándola de los cabellos, maltratándola y amándola como nunca amará a nadie.


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