En el taller del escapista, hay un hada verde. Se posa
nostálgica sobre una vieja mesa de ébano y sostiene una fina cuchara de plata.
Su mirada es rabiosa, con esos tintes de inocencia emputecida que guardan los
dolores que se guardan dentro, que sólo ella sabe mantener en secreto. Cuando
el escapista llega de su función se enreda con ella, le habla, le insulta, la
golpea, le acaricia el pelo. El pelo. Que guarda celoso ligeros efluvios de
hinojo y anís. Y se recrea en los ojos verdes de la puta sin poder ver nada, un
doloroso vacío... el verde vacío. Y al lamer su piel el sabor de las hojas de
enebro y el regaliz se aferran a su lengua, mezclados con el ajenjo y una
amarga frustración. Esa sensación de saborear los olores, de guardarlos en la
garganta lo ataca, lo angustia. La necesidad lo angustia. La lengua de azúcar
lo asusta y desespera. Y el dolor lo devora. Cae de espaldas en el suelo,
aturdido y sudoroso porque le pareció ver momentáneamente, en los ojos vácuos
de su verde compañera, en el resplandor de la plata; su propio rostro
desencajado.
El escapista, experto en desvanecerse en una nada, se recrea
corpóreamente en el sopor mientras viaja con su hada, agarrándola de los
cabellos, maltratándola y amándola… Hasta escuchar un sonido incomprensible de
infante. El escapista habla. Sueña entre sudores, se estremece en su éxtasis,
mientras su compañera amada arde por los poros. Todo comprensible a la vez. Ver
cabezas contra aristas de piedra en una pared de frustraciones. La vida vivida
en un dada eterno. Hay que romper. Papeles, recuerdos, plumas, tinteros, carne
y hueso. Debe de arder todo y quebrarse antes de reducirnos a cenizas. Si todo
fuera un balbuceo con sentido, un puzzle en la cabeza, metafísica pura dentro
de la boca, peleando con mil lenguas bífidas...Si fuera ello, seríamos amantes inmortales.
Moluscos que hibernan. Soy yo. Soy completamente anti-yo. Y me deshago
resbalando por entre las agujas de un reloj de bolsillo, casándome con la
podredumbre que vomito. Polvo, polvo, polvo y lenguas. Un cuerpo del revés y la
sangre a cuentagotas, sobre el suelo. El suelo de las nubes. El suelo del
helminto y de los corazones calientes, por el que nos abrimos paso a arenosas
dentelladas...
Y acabamos muriendo en un éxtasis horizonal, con los ojos en blanco
mientras la lengua de una mariposa copula con la mente y planta opio y calma en
nuestras pesadillas. Moth. Moth. Madre estéril y parricida, que
amamanta a su cría con amarga sangre del desencanto del inocente. Entonces es
cuando abrimos los ojos; todo pupila, entonces todo es veraz, entonces sabes
que todo es sueño a pesar de estar despierto. Que no hay ángeles ni arcángeles
que guarden puertas o nos cuiden de las pesadillas de ojos brillantes que se
ocultan en nuestro reverso. Nosotros somos pesadillas. Pesadillas de largas
patas y dientes, para correr rápido y desgarrar violentamente el útero en el
que nos resguardamos. Y el útero cruel nos escupe al frío, odia y revienta y
entonces nacemos una vez más, bastardos de la nada. Y sólo hay un momento real
en el que somos ponzoña pura adictiva, un yo concéntrico, dando vueltas sobre
sí mismo...Y somos droga...una línea horizonal... metafísica pura y veraz.
Horror en un alma cerrada. Y somos... y somos... ¡somos el polvo de la nada! Una idea incomprensible.
Concupiscencia corpórea. De nuevo; debemos romper con todo antes de que el
todo Saturno nos devore, como hijos bastardos del vientre de la nada.
Horas perdidas. Camisa abierta. El sudor frío, el pulso perdido. La pupila
abierta al vacío. La amante, deshecha en la lengua, furiosa, irreductible. El
veneno.
